A continuación, les comentare cómo a consecuencia de una fría y dura estocada emocional, perdí el vuelo a Suiza.
Sucede que un día, hace no muchos años, mi madre organizó un viaje, que se debía realizar en el intervalo de una semana y para dos, es decir, mamá y yo, madre e hija, progenitora y descendiente… pero no fue así.
En aquella misma semana, conocimos a un pariente, un hombre pedante, realmente tedioso y lenguaraz; no obstante, yo fui respetuosa y considerada. Pero ese petulante hombre, quien no merece ser llamado caballero, humilló a mi amada madre. Él se empecinó en recordarle constantemente que había abandonado a mi difunto abuelo. Ella, desconsolada por la atroz actitud del sujeto e iracunda consigo misma, anuló nuestro viaje.
Pasadas unas semanas, en las que el mastodonte de mi tío ya se había marchado, le consulté a ella si podría pasar una temporada en casa de la abuela, a lo que súbitamente respondió que sí. Yo aún no había reaccionado cuando ella empezó a hacer el equipaje. Al día siguiente, nos encaminamos a la estación de tren y emprendimos camino a Jerez de la Frontera.
Cuando llegamos a la cálida y acogedora casa de la abuela, quien es el resorte de todos nosotros, nos acogió en sus brazos y aquella noche dormimos las tres juntas, dejando a mi abuelo sin lecho, por lo que durmió en la habitación de invitados.
Lo último que recuerdo de ese día es de la plácida sonrisa de mamá, el acompasado ritmo del corazón de la abuela, quien, melosa, nos cantaba. Caí en un plano, oscuro y llano bosque donde la voz y los latidos se hicieron más suaves, un débil susurro, hasta convertirse en un suspiro. De pronto una centelleante luz,… y como si de un interruptor se tratase, nos apagamos las dos.
Att: Dahyana Rivarola 4º A.